- Así es, mi Señor. Perdonad que no os lo haya contado, pero al ser Azmacois mucho más sabio que yo, pensé que le creeríais más que a mí, joven e inexperto.
- Bien. Pero… ¿cuál debería ser mi cometido y de qué modo? Estoy confundido, además de angustiado.
Azmacóis contestó:
- La señal vendrá del cielo. Cuando aparezca una luz que brille más que ninguna habréis de haceros al mar, y seguir su rumbo hasta encontrar ese nuevo mundo y al hijo de Quetzacóalt.
- ¿Y no nos perderemos en ese mar desconocido, profundo y negro? – Preguntó Moctezuma a los dos oráculos.
- No. La luz celeste nos llevará hasta el mismo lugar donde el hijo de Quetzacóalt va a nacer. Para este viaje deberemos cargar la embarcación con gran cantidad de alimentos y agua para beber; no sabemos cuántos soles y lunas pasarán hasta nuestra llegada. Además, deberíamos llevar regalos preciosos para el niño.
- Llevas razón, Azmacóis. Vayamos preparando el viaje. Hemos de arrancar al hijo de Quetzacóalt, de esa tierra de infortunio.
Moctezuma delegó la preparación de la travesía en sus oráculos. En poco tiempo quedó todo a punto, en espera de la señal luminosa que debería salir en el firmamento.
Al pueblo azteca fue revelado, según deseo de su señor, el motivo del viaje. Y, como sucede en todos los lugares de la tierra, hubo quien no creía la historia revelada, y otros deseaban que ya estuviese de regreso con esa criatura, hijo de Quetzacóalt, para poder protegerle y adorarle.
El pueblo azteca, tenía ganas de ver la cara del niño. ¡Tantos tiempos mirando una imagen de piedra! Deseaban ansiosos ver a un ser vivo, divino, entre ellos. Sería maravilloso ver cómo iba creciendo, y escuchar de su boca esas palabras que tanto decían sus sacerdotes.
No os quiero engañar: entre los aztecas también existía personas con envidia, mal intencionadas, vengativas… Lo que no existía era la pobreza, porque nadie poseía nada; todos eran dueños de todo. Aún no habían conocido la moneda que, mil quinientos años después, sus descendientes ya usarían.