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  Había ladrones por causa de no querer trabajar. Es decir: el que no cultivaba su maíz, sus patatas, el que no cazaba, era el único que robaba. Estos personajes eran rechazados por todos, y el mayor castigo que se les imponía era ser expulsados de su tierra, porque así no tendrían más remedio que trabajar, ya que no podían robar para comer al estar apartados del resto.

   Apareció la luz esperada y el Cacique ( ese era el título de los reyes aztecas), embarcó con un séquito no muy numeroso. Dejó su reino en las sabias manos de Azmacois.

   Corrieron graves peligros en el mar. Nunca habían navegado en las profundas aguas negras del mar. Temieron, en más de una ocasión, perder la vida sin haber salvado al hijo de Quetzacóalt.

    También sentían inquietud por lo que podrían encontrar al final del mar. El sueño de los oráculos, que vieron cómo sufriría el hijo de su dios, no les daba ninguna tranquilidad pensando en cómo sería ese pueblo tan bárbaro.

   Se les acabaron los víveres, pero gracias a su gran habilidad para la pesca no murieron de hambre. Además, sabían cómo conseguir agua recogiendo la humedad del mar.

   Por fin llegó el día en que divisaron tierra. Recuperaron las esperanzas que habían perdido entre la duda y la incredulidad.

   Ellos, vieron una tierra sin saber más. Desembarcaron en el norte de África. Sorprendidos del aspecto físico de aquellos moradores de otro extremo del mar, fueron cruzando países, Marruecos, Argelia, Libia, Egipto… ¡Hombres negros!

   Llegaron al país que llamamos Israel.

   En el camino les sucedió de todo. Se sorprendían de las vestimentas que llevaban aquellos moradores, pero no menos se sorprendían los moradores de ver que vestían con cuero, plumas y casi desnudos.      

    Alguna buena persona encontraron que les dio cobijo y prendas de abrigo adecuadas a las temperaturas del lugar y de la temporada. Había, también, quien al ver sus plumas se reían imitando a las gallinas para compararlos con ellos.

    Moctezuma, preocupado por el suceso, fue visitar a Azmacois, el jefe de los sacerdotes, pues estos acontecimientos se atribuían a un estado anímico de su dios. ¿Habrían ofendido a Quetzacóalt?
    Azmacois, era como el sumo sacerdote de los judíos. Se había ganado la confianza del rey y de sus súbditos durante muchos años. Años que se veían acumulados en sus cargados hombros y su lento caminar. Un oráculo lleno de sabiduría por su experiencia de vida y la observación de la naturaleza.
    - Azmacois – le preguntó el rey – quisiera saber por qué ha temblado la tierra. ¿Acaso hemos ofendido a Quetzacóalt? ¿O es que nuestro sol y nuestra luna están en disputa? ¿Habrá caído alguna estrella del firmamento impactando sobre nuestra tierra? Azmacois, contéstame rápido: el pueblo está desasosegado y necesitan una explicación a lo sucedido. No quiero que la alegría de la fiesta se torne en miedo y llanto.
    - Señor, mi rey, habéis de saber algo muy grande que me ha sucedido anoche, mientras dormía. No sé si fue un sueño, o una visión. Aún me siento confundido.
    - Contad rápido, Azmacois, pues aunque yo pueda esperar, el pueblo no.
    - No creo que el pueblo pueda sacar conclusiones sobre lo sucedido, ni proponer soluciones. Diles, pues, que Quetzacóalt les agradece sus ofrendas y su alegría de esa forma tan espectacular, pero que no se asusten por ello. Luego vuelve, que os contaré el porqué de este temblor. La explicación no dista mucho de lo que diréis a vuestros súbditos.
    Moctezuma, hizo lo que le aconsejó el sabio oráculo. Los rostros de los aztecas volvieron a brillar.
Ansioso el Cacique (así se llamaba a los reyes aztecas), por conocer el motivo del clamor de la tierra, volvió al templo para escuchar a Azmacois.
    - Estoy impaciente por escuchar tu respuesta, Azmacois. Sentémonos y cuéntame.
    - Mi Señor, como os decía, anoche vi un mundo muy distinto al nuestro, al cual, habéis de ir urgentemente.

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