EL DUENDE DE LA VIDA
Sucedió hace muchísimos años. Tantos como tiene el cristianismo.
En ese otro continente que llamamos América, antes de que fuese descubierto, vivía el pueblo azteca, de gran humanidad, con grandes conocimientos de la naturaleza y, además, muy feliz. Su rey se llamaba Moctezuma, pero no el Moctezuma que conoció Hernán Cortés, no; uno bastante anterior a él.
Moctezuma, era el hombre más alto de todos los de su reino, con el cuerpo ágil y fuerte como gran guerrero. Con bondad y justicia. Era muy querido.
La vestimenta de este rey azteca era muy colorida por las plumas de bellas aves del entorno. Con ellas adornaban la capa y el tocado, especie de corona. Calzaba botas hechas de piel.
El pueblo azteca adoraba a un dios al que llamaban Quetzacóalt, que significa “Serpiente emplumada”. A él le ofrecían, en la Fiesta de la Mazorca, para agradecerle la buena cosecha de maíz, base de su alimentación, flores y frutos de la tierra. Muchos años después esta bella fiesta degeneró transformándose en cruel y sangrienta, en la que ofrecían corazones humanos arrancados del pecho de hombres y mujeres vivos.
En este tiempo del primer rey Moctezuma, la fiesta era esplendorosa. Todos se vestían con sus plumas más luminosas. Se perfumaban y untaban aceites en el pelo para brillar como el sol y así agradar más a su dios, Quetzacóalt. Este pueblo feliz utilizaba los colores de la madre tierra para pintarse el rostro, los brazos, las piernas. Así se sentían más parte de ella. Podría decirse que se confundían aves, animales, árboles, montes, ríos, con ellos mismos. Formaban una perfecta unidad armoniosa con el entorno natural en que vivían. Para ellos, eso era lo que nosotros llamamos felicidad.
Esta fiesta, podía durar, más o menos, una semana. Una gran semana para compartir ricos platos y bailar al son de las flautas hechas con cañas. Hacían regatas, competiciones de caza; las presas las compartían en los festejos.
Uno de estos días de fiesta, tembló la tierra. Asustó bastante a todos los habitantes de Azcapotzalco.